Venecia y las raíces de lo contemporáneo

Por Pedro Medina | 8 JUL 2022

 

El mundo actual es un mar de incertidumbres en un paisaje de metamorfosis, de ahí que la metáfora del viaje sea una de las más poderosas para explicar los tiempos que corren. Ante el mar de posibles rutas, ¿cuál podría ser hoy el itinerario para apreciar la esencia de lo contemporáneo?

No hay mejor inicio para un periplo afortunado que Venecia. En efecto, Venecia es un pez, como afirma Tiziano Scarpa, porque «desde la noche de los tiempos navega». Para transitarla, muchas han sido las guías desde que Ruskin escribiera la primera; en todas ellas el arte habita su centro. No extraña, pues, que la ciudad reine entre los destinos de la alta cultura, y que su bienal sea una de las referencias imprescindibles para rastrear tendencias y percibir el arte como dispositivo, siendo el medio que propicia nuevas miradas hacia nuestro entorno.

Cosima Von Bonin. The Milk of Dreams. Cortesía de La Biennale di Venezia.


La Bienal se puede entender entonces como una imago mundi, un panorama que asume las perspectivas que cada país trae consigo a este gran escaparate global. De esta manera, en ella se relacionan discursos globales y locales, el pasado y el futuro de una cartografía compleja, cuyo resultado es un fastuosa y variada concentración de propuestas artísticas.

Políticas y poéticas de la Bienal

El microcosmos de 2022 establece correspondencias entre formas y experiencias de la realidad, reproduciendo a otra escala políticas y enfoques de la escena internacional. Por un lado, el jardín idílico de competición pacífica que son los Giardini muestra escenas elocuentes: en su centro el pabellón de Estados Unidos convertido en una cabaña primitiva por la León de Oro Simone Leigh; frente a este pabellón: Plaza Ucrania; y a pocos metros el mutismo del pabellón de Rusia, tras la dimisión de comisario y artistas.

Por otro lado, la exposición central, comisariada por Cecilia Alemani, reivindicada y vilipendiada por cuestiones políticas más que artísticas, en especial, por estar compuesta paradigmáticamente por una inmensa mayoría de nombres femeninos. Su inspiración parte de Leonora Carrington: «La vida se reinventa a través del prisma de la imaginación y nos concede la metamorfosis, convirtiéndonos en algo diferente a lo que somos». Precisamente su inicio desde «márgenes» de la historia como el surrealismo, su caída en estereotipos como la maternidad o su tendencia al monumentalismo son los aspectos que le han granjeado críticas, como las de Ester Coen en Il Manifesto, que entienden esta edición como un ideológico e ilusorio «acto de reparación» que lleva al «vacío de un pensamiento que responde a temas de corrección política».

Cecilia Vicuña. The Milk of Dreams. Cortesía de La Biennale di Venezia. Foto: Marco Cappelletti.


¿Es realmente un espectáculo pirotécnico cuya esteticidad anularía el mensaje social? Son excesivos muchos de los calificativos enunciados, aunque se puedan reconocer algunas dudas sobre la pertinencia del modo elegido para sus reivindicaciones. En cualquier caso, las objeciones sobre la puesta en escena podrían recaer sobre todas las bienales, donde la abundancia de lo expuesto impone lo intuitivo sobre procesos o investigaciones. 

Sin embargo, es limitada la visión que se queda en la superficie de la representación, atendiendo solamente a cuestiones de género o raza, porque Alemani también manifiesta otras preocupaciones, como la relación entre individuos y la Tierra, al mismo tiempo que activa una estrategia historiográfica que no es evidente para la mirada apresurada del turista. En efecto, gracias a pensadoras como Rosi Braidotti y Donna Haraway, demuestra una base teórica y, sobre todo, resulta excepcional cuando relaciona sus argumentos con momentos del pasado que permiten pensar las raíces de lo contemporáneo.

Andra Ursuta. The Milk of Dreams. Cortesía La Biennale di Venezia. Foto: Roberto Marossi.

Además, en su haber se debe reconocer la apuesta por numerosas artistas jóvenes, al mismo tiempo que recupera otras históricas pertenecientes a diferentes vanguardias. En esta operación sobresale el diseño expositivo, organizado en torno a cinco cápsulas temporales que sondean tendencias ahondando en la historia. No siempre es obvio, pero estas cápsulas irradian los planteamientos de Alemani a la constelación de obras del presente, que adquieren en el Arsenale un sugestivo crescendo de tensión, que invita al espectador a preguntarse qué nos depara el futuro.

Los premios de este año han confirmado su carácter poscolonial, que enlaza con bienales anteriores, como las de Achille Bonito Oliva o Jean Clair. La esencia modélica de todo ello: el magnífico metarrelato escenificado por la franco-argelina Zineb Sedira en el cinematográfico pabellón de Francia. En efecto, muchos pabellones nacionales refuerzan la exigencia de un cambio de mirada, justo porque se considera el arte como un dispositivo que analiza nuestra sociedad. Así, ante la aparente dispersión de propuestas, aparece bajo la epidermis de las excelencias patrias una significativa corriente multicultural inspirada por Alemani.

Zineb Sedira. Pabellón de Francia. Foto: WAC.

En primer lugar, manifestada en la acogida de extranjeros en pabellones históricos (Ucrania en el Arsenale o la cesión del holandés a Estonia), artistas apátridas o expresión de mestizaje cultural (Francia y Suiza, entre otros). En segundo, el protagonismo de minorías étnicas inéditas (el homenaje a la comunidad sami en el pabellón de los países nórdicos, o a la gitana en Grecia y Polonia), la confirmación de tendencias de las últimas ediciones (el empuje de África, con una notoria presencia de artistas residentes en la periferia cultural; además, el “laboratorio del futuro” de la bienal de arquitectura 2023 tendrá este continente como uno de sus protagonistas) y de movimientos importantes en la actualidad (tras Black Lives Matter, una afroamericana representa Estados Unidos por primera vez).

¿El viaje a la Bienal se convierte entonces en un simbólico periplo por promesas transfronterizas y aspirantes a mayores cotas de justicia? Efectivamente se impone un aire cosmopolita, sin embargo, esto no debería incitar a pensar que todo queda dominado por la política, por encima de la calidad artística de los artistas expuestos. El caso de Simone Leigh basta para entender que confundir monumentalidad con vacío es falaz, puesto que su aparición doble en el Arsenale y en los Giardini demuestra cómo una presencia imponente no está reñida con la construcción de un discurso social y artísticamente significativo.

Simone Leigh. Pabellón de Estados Unidos. Foto: WAC.


De hecho, este año son numerosos los casos de sobresaliente experimentación: hay varias iniciativas que transforman inteligentemente la visión de los espacios venecianos (las espléndidas intervenciones en los pabellones de España y Alemania); de la historia local (como representa lúcidamente el italiano); de las posibilidades de la tecnología (Japón, Corea, Arabia Saudí, Malta, Islandia, Grecia o Georgia, entre otros). De ahí que el repertorio de imaginarios y realidades sea especialmente rico, demostrando que la Bienal es un privilegiado universo donde identificar nuevos lenguajes para experiencias en continua metamorfosis.


Ecosistema cultural y empresarial

Esta edición supone, pues, un paso adelante para colectivos tradicionalmente en los márgenes de la historia; aunque también muestra que nos encontrarnos aún en tránsito hacia un territorio de igualdades. Por ello, podemos perdernos en debates absurdos o apreciar su capacidad analítica y narrativa, ya que estamos ante un estimulante modo de hacer historia y de plantear líneas de investigación que, en definitiva, apremia a escribir nuevos relatos.

Gabriel Chaile. The Milk of Dreams. Cortesía La Biennale di Venezia. Foto: Andrea Avezzù.

De hecho, las voces activadas por Alemani han hallado eco en otras instituciones de la ciudad, como en la excelente Surrealismo y magia: La modernidad encantada, en el Peggy Guggenheim, que bien podría ser el preámbulo de la Bienal; o la presencia de Louise Nevelson en la Bienal y en las recién restauradas Procuratie vecchie.

Por otro lado, dentro de la abrumadora oferta cultural de Venecia, han brillado las colosales instalaciones de Anselm Kiefer y Anish Kapoor en varios de los palacios más significativos de la ciudad. Además, hay que contar con un fenómeno creciente: el continuo desembarco de grandes fundaciones en los últimos años (Pinault, Prada, Vuitton, Vedova, V-A-C Zattere…) a las que se suman ahora otras (Kapoor, Berggruen Institute). ¿Es un fenómeno ligado al prestigio, al turismo cultural, a especulaciones varias o a la necesidad que tiene Venecia de financiación para conservar su inmenso patrimonio? 


Anselm Kiefer en Palazzo Ducale. Cortesía Gagosian y Fondazione MUVE. Foto: Andrea Avezzù.

Es obvio que hoy todo se podría englobar en la idea de arte como «forma-mercancía», en la que insisten teóricos como Enrico Di Palma y Giancarlo Pagliasso, un panorama donde se examina la producción cultural a la luz de la mercantilización de su industria y donde la puesta en escena (física y comunicativa) cobra cada vez más relevancia. Una de sus consecuencias es esperable: las lógicas de la representación quedan condicionadas por el mercado del arte.

En este sentido, es palmario el rol fundamental que han adquirido las galerías para la producción de obras y actividades destinadas a la Bienal, y el respaldo de fundaciones para la mayoría de sus eventos colaterales. De hecho, poseer el sello de la Bienal tiene un precio que muchas instituciones están dispuestas a pagar, siendo la puerta de entrada a un sistema que ha encumbrado Venecia como meca del turismo de lujo y del arte contemporáneo.


Foto: WAC.

A ello hay que añadir la necesidad de recursos para mantener el patrimonio italiano, proceso en el que estas fundaciones están desarrollando un papel destacado, además de los patrocinios puntuales de exposiciones y eventos. Al respecto, ha llamado la atención la labor desarrollada por la Fondation Louis Vuitton para el rescate de kioscos antiguos o la restauración de los famosos mosaicos de Ca’ d’Oro.

Todo ello está confeccionando un modelo que se debe analizar para valorar el juego de equilibrios entre la conservación del patrimonio y la mercantilización de la cultura dentro de procesos ligados al turismo, para que Venecia no vea comprometidos lugares que han construido su mito. La Bienal ya es parte de este, como laboratorio artístico y cultural donde sintetizar las maravillas y las tensiones de la actualidad. Es por ello una parada obligada, sobre todo para entregarse –como señala Claudio Magris– a «la imprevisibilidad del viaje, la confusión y la dispersión de los caminos, el azar de las paradas, la incertidumbre de las noches, la asimetría de todos los recorridos», una vez que se asume la única condición posible en la contemporaneidad: ser viajeros.


PEDRO MEDINA es profesor, editor, crítico y comisario de arte con sede en Turín, Italia.

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